“Dios mío, si me quitastes las fuerzas no seas cabrón y quítame también las ganas”.
Así, con todo y eses supernumerarias, colocando el rostro paralelamente al suelo y mirando al cielo, murmuraba su petición mi tío Pancho sin que pareciera importarle la incongruencia de dirigirse a los poderes celestiales en vista de ser el más afamado comecuras de la región además de tenaz y vociferante ateo.
Ocurrió que ‘lazúcar” le había dejado irremediablemente impotente el pene pero no le quitó la erección de la cabeza, impúdicamente detectable en la dilatación de las pupilas, cada vez que veía una mujer hermosa.
Es que el impulso sexual, como el de comer y el de agredir, que bien pudieran ser uno solo como creían los griegos al sintetizarlos en Hermes, es irreprimible y, como vapor en cámara volcánica, no deja de causar tensión hasta encontrar salida.
Todos los animalitos terrícolas lo tenemos y de ellos los no humanos lo expresan con una naturalidad pasmosa, saciándolo en cuanta oportunidad se les presenta y sin importarles ser vistos mientras acoplan penecitos y vaginitas.
Pero el mono simbolizador, para poder convivir en grandes hacinamientos, ha debido renunciar a la expresión natural de sus impulsos prohibiendo su realización pública y saciándolos, podríamos decir, en la clandestinidad.
Se coge y se mata en privado.
Algunas agrupaciones humanas llegan a grados superlativos en su prohibición y exigen votos de castidad a sus miembros. Una de ellas es mi Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana, en cuya tradición, principios y doctrina fuimos educados tanto mi tío Pancho como yo mismo.
Nuestro Shiboleth es la incongruencia.
No puede ser de otra forma cuando una parte de nuestro cuerpo insiste implacablemente en satisfacer sus instintos mientras otra insiste tercamente en negar su existencia.
Por eso nuestros sacerdotes y monjas son los seres más antinaturales sobre la faz de la tierra y por eso durante toda la historia de la iglesia se han producido manifestaciones patéticas de la sexualidad de sus miembros.
La última, bastante normal si la comparamos con la de Marcial Maciel, es la de Roberto Cutié, apuesto, atractivo y locuaz sacerdote en Miami cuya terrenal constitución instintiva ha sido denunciada por manifestarla públicamente en la humanidad de una mujer de buen ver y, seguramente, de mejor tocar.
Pobre tipo
¿Acaso no sabe que debe coger en la clandestinidad?
¿Acaso no sabe que ser religioso católico implica abrazar intensamente el código de doble moral?
¿Acaso no lo sabe la chica?